Desde que nacemos vamos en busca del amor, queremos todos los afectos y cariños de nuestros padres, para sentirnos protegidos y queridos, porque no estamos preparados para la soledad y la independencia. Durante la niñez compartimos nuestro amor con el resto de una forma desinteresada, con total sencillez, amor sin ninguna pretensión. Un cariño que nace dentro de nosotros de forma natural, sin maldad. Con la única intención de compartir este amor y de recibirlo de igual manera.
Es con el transcurso de los años que empezamos a intoxicarnos por la sociedad, cultura, el entorno, creencias… Es por eso, que el amor de la niñez, desinteresado, da paso a un amor más complicado, con ideas como “esto no es lo correcto”, “esto está fuera de lugar”, “qué pensarán los demás”, “quiero agradar a los demás”… Es así como la necesidad de aportar y recibir amor la podemos ir bloqueando en la adolescencia, generando desconfianza y miedo a la reacción de los demás.
Desde siempre se ha reconocido el poder que tiene el amor como el cariño, el afecto, los abrazos. El amor más poderoso es el amor a uno mismo, para reafirmarnos como personas válidas, llenas de actitudes y aptitudes positiva que podamos compartir con los que están a nuestro alrededor.
Si nosotros mismos no nos valoramos, si no nos aceptamos tal y como somos, no lograremos querer y aceptar a las personas que nos rodean; su personalidad. De ahí el valor de trabajar el amor a uno mismo antes que a nadie más. Y esto no es ser egoísta, totalmente lo contrario, se trata de llenarnos de amor para poder repartir luego. Empezamos a descubrirnos como personas que aman a la vida, sin más, con más confianza hacia nuestra persona. De todo esto, yo entiendo el AMOR como el motor de la vida; pues qué mejor que una gran dosis de amor para llenarnos de autocompasión, de sentirnos válidos tal y como ya somos. Pero sin duda, el poder del amor está en compartirlo, en un sentimiento recíproco, que nazca de una forma desinteresada, como en nuestra niñez.
Quiero concretarme en un ejemplo personal, vivido de manera muy intensa y dando fe del poder del amor, de los abrazos. En unas de mis últimas recaídas, con ingreso hospitalario, me encontraba desorientada, fuera de mí, fuera de mis raíces,… Pasaba el día en el hospital con la ansiedad de ver a mis familiares en las horas de visita, porque necesitaba el contacto con ellos; al verlos, surgía de mí una impetuosa energía que daba lugar a un efusivo abrazo. Era ese contacto el que me devolvía la salud, las ganas de vivir, de curarme y me llenaba de alegría. Con un estado anormal de comportamiento, es como si volviera a mis raíces, a nuestra esencia, a mi niñez; buscaba ese amor familiar, que me diera seguridad, que devolviera a la vida. Y puedo explicar, con gratitud, que gracias al amor de mi familia, de mi pareja y amigos conseguí una rápida recuperación. Tristemente, cuanto más recuperaba mi estado de equilibrio emocional, mis afectos disminuían de nuevo, porque llevo arraigado a mí un pasado poco afectuoso; volviendo el miedo y la inseguridad.
Resumiendo, recordemos la niñez y pongamos la inteligencia de nuestra madurez, no nos olvidemos que el AMOR es el motor de la vida, es lo que nos debe mover cuando no sabemos para dónde tirar; por muchos problemas o situaciones críticas por las que pasemos, siempre podemos refugiarnos en el amor: el amor que reside en nuestro interior, que nos da tranquilidad, y el amor a los demás, desde el respeto a su personalidad aunque no la comportamos. De ahí el reconocimiento terapéutico del afecto hacia todas las personas que nos quieren, que necesitan sentirse queridas, como nosotros.
Montse Aguilera Ruiz
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